Foto: Perú Libre.

No te inmoles por la democracia boba

Hace mucho dejé la idolatría sanmartiniana y bolivariana que nos suelen impartir religiosamente en las escuelas peruanas para sostener la narrativa de esta republiqueta bananera. Tampoco me entusiasma la celebración del bicentenario de nuestra independencia nominal de España, y confieso que he asistido -obligado bajo pena de multa- desde que tengo 18 años, a elegir al “menos peor” entre los peores que suelen estar disponibles como oferta electoral cada cinco o cuatro años, dependiendo si hay que votar por el que te va a defraudar desde Palacio de Gobierno, parlamento, municipio o gobernación.

Desconfío de los políticos peruanos, desconfío del votante peruano promedio, desconfío de las instituciones republicanas vigentes y de quienes han elevado a nuestra pueril democracia a los altares, como si acaso se tratara de una deidad pagana a la cual debemos rendir sacrificio.

No hay mito más mediocre y falso que el de nuestra república bananera, supuestamente nacida, por lo menos de acuerdo a la propaganda oficial, del ardor y la voluntad popular por alcanzar la “libertad” y la “igualdad”, sentimientos de las grandes mayorías por liberarse de la “esclavitud” del Antiguo Régimen y el oscurantismo católico encarnado en el Santo Oficio.

Me imagino a las élites criollas, ansiosas por sacarse de encima el peso muerto de la administración española, firmando la declaración de independencia bajo la mirada atenta de las bayonetas chilenas y rioplatenses que vinieron a “liberarnos”. Y también al pueblo llano embebecido por los balconazos de los caudillos que bordaron nuevos estandartes y gritaron promesas que apenas cumplirían. Los primeros usaron y usarían a los últimos para legitimarse una y otra vez. Lo siguen haciendo, aunque ya no visten bicornios, ahora también los “libertadores” usan sombreros de paja.

El comunista Pedro Castillo, el nuevo libertador con sombrero de paja, la nueva promesa de un Perú libre, como reza el nombre del partido que lo acogió como candidato, se pondrá la banda rojiblanca el próximo 28 de julio y será el presidente del bicentenario. Así por lo menos lo evidencian los millones de votos de insensatos que decidieron entregar su país al socialismo del siglo XXI. Puede que también se les arruine la fiesta y el jurado electoral termine por aceptar las evidentes muestras de fraude cometidos en mesa y los números se volteen y la no menos cuestionada Keiko Fujimori termine por arrebatarle el sabor de la victoria. Si eso llegara a ocurrir, aunque remotamente, la pradera se incendiaría. Los rojos son muy buenos para quemarlo todo.

La izquierda progre, como siempre, ha sido la primera en caer presa del engaño de los rojos que acompañan a Castillo, primero, porque ven en él la única posibilidad de probar un poco del poder que no pudieron conseguir por sí solos -su lideresa, Mendoza, sacó un 7% de los votos-; segundo, porque muy en el fondo son amantes de la hoz y el martillo por encima de los trapos color arco iris, y tercero, porque su odio a la derecha pesa más que ponerse a pensar si es que sus fetiches y cuotas de género en verdad les importan a sus primos de la izquierda más radical.

Después han caído los liberales progresistas, los señoritos universitarios que ceden a la agenda cultural de la nueva izquierda, pero no renuncian a la billetera de sus papis. Han dado su “voto crítico” a Castillo y esperan que deslinde pronto de Vladimir Cerrón, el marxista leninista fundador del partido que lo convirtió en su candidato y le prestó su equipo y militantes. Son tan ingenuos que creen que podrán moderarlo y así asegurar el modelo económico que tanto provecho le sacan, pero que a su vez critican desde sus universidades caras para sentirse “cercanos” a las clases populares que jamás podrán pagarse una pensión en esos campus.

A todos ellos los unes su odio visceral por la derecha “bruta y achorada”, como denominan a los mercantilistas que han exprimido este pobre país los últimos doscientos años, los mismos que firmaron la declaración de independencia entre el miedo y el oportunismo. Dos siglos después, una nueva fuerza irrumpe para deshacerse de esta vieja élite que pasó de revolucionaria a reaccionaria y hoy se niega a perder el trono.

Envalentonados ante una posible victoria que podría abrirle las puertas al poder ilimitadamente, las hordas revolucionarias que empezaron a engordar con las arcas públicas gracias al filochavista Ollanta Humala (2011-2016), repitiendo el plato con Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018), Martín Vizcarra (2018-2020) y el morado Francisco Sagasti (2020-2021), desmotivan la resistencia ciudadana -que se moviliza indignada por las denuncias de fraude electoral y exige a las autoridades transparencia en las actas impugnadas- llamando a la reconciliación, a la paz pública y a que se respete la democracia. Total, ellos ya se sienten ganadores y el resto, más de 8 millones de peruanos que no votaron por Castillo, que se aguanten y que callen.

¿Cómo pueden llenarse la boca de discursos de paz y reconciliación los pusilánimes que nos empujaron al foso de las bestias con la falsa promesa de que podrían domarlas? Lo hacen a sabiendas que están en ventaja, con aliados dentro del aparato del Estado, con portavoces y tinterillos a sueldo, con el visto bueno de organismos supranacionales, con la amenaza de quemarlo todo para apaciguar los ánimos de la oposición moderada.

Solo un necio o cómplice de la mentira se atrevería a negar que el Perú está fracturado socialmente, y que no hay forma de reconciliarnos sin que haya un liderazgo sano en la presidencia y una oposición madura y permanente que no sufra de burlas ni persecuciones en el parlamento y en la calle.

Castillo no puede decir que las “grandes mayorías” le han confiado la presidencia cuando la diferencia entre su partido y el de Fujimori es de menos de 50 mil votos. Más de 8 millones de peruanos votaron porque Perú Libre y su propuesta de tintes marxistas leninistas no lleguen al poder. Más que votar por Fujimori, muchos peruanos votaron porque Castillo, Cerrón, Bermejo y otros tantos indeseables que admiran a los regímenes asesinos y corruptos de Maduro en Venezuela y Castro en Cuba, no tuvieran chance si quiera de lograr un puesto de portero en Palacio de Gobierno.

Pero si la suerte está echada y ellos toman el poder, entonces no podemos comportarnos como corderos listos para ser degollados. No podemos caer en el juego de la izquierda que nos exige sumisión. No quieren reconciliación, quieren capitulación. No quieren que respetemos la democracia, una palabrita que repetirán hasta el hartazgo e irán otorgándole nuevos significados. Lo que quieren es que les obedezcamos sin vacilaciones en el nuevo orden que impondrán.

No podremos detener la represión comunista, que vendrá tarde o temprano, si nos presentamos tibios como los liberales progresistas, que serán los primeros en ser engullidos, o tercos idealistas como los viejos mercantilistas de la república bananera, obsesionados por su religión, la democracia boba y pagana que no supo satisfacer a generaciones y resultó siendo una estafa, incluso para quienes la defendieron. Una democracia boba que no pudo si quiera tener los anticuerpos suficientes para repeler los virus que ingresaron dentro de su organismo para enfermarla.

Presenciamos como el culto a esta democracia estéril y desprestigiada está a punto de ser derribado por los comunistas que han traído sus propios ídolos y se alistan a levantar sus templos para un nuevo credo. No podemos inmolarnos por la democracia boba, pero si toca defender a nuestras familias, el poco o mucho patrimonio del que dispongamos, y sobre todo la fe, que será lo que más ferozmente querrán arrebatarnos, y lo que nunca podrán quitarnos si confiamos en que Dios está con nosotros.

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