El fundamentalismo democrático

O la democracia como fundamento

Bien dice el gran jurista español Antonio García-Trevijano Forte en su magna obra Teoría Pura de la República, que la República viene a ser el continente que tiene un contenido, y que, por lo tanto, la República viene a ser una forma de Estado —manera en la que está repartido el poder político— que contiene a la democracia como forma de Gobierno —método de toma de decisiones y elección de los gobernantes— (García-Trevijano, 2010).

Sin embargo, la corrupción del lenguaje político contemporáneo hace que ahora llegue a hablarse de «Estado democrático», lo que viene a significar una suerte de hipóstasis de la democracia en forma de Estado desde lo que siempre ha sido su natural condición ontológica en cuanto forma de gobierno, así como una inversión del sentido continente-contenido; pudiendo claramente esta transformación actuar, incluso, en perjuicio de la misma forma republicana.

Este fundamentalismo es, asimismo, totalitario, totalizante y fanático toda vez que permite cuestionarse todo salvo la Democracia misma —ahora también en mayúscula—. Y como todo fanatismo religioso, anatemiza a cualquiera que se atreva a cuestionar la autoridad sagrada; de esta forma, no se escatiman en insultos a cualquiera que dude de su sacra autoridad: totalitario, fascista, clasista, facha, ultra, amigo de la dictadura, entre muchos otros insultos, desmanes e improperios que, en este sentido, bien podríamos extrapolar y resultar indistinguibles de los de: hereje, anatema, heresiarca, satánico y hechicero.

Y es que, así como ardían en las hogueras blancas y protestantes las brujas decimonónicas, de igual manera habrán de arder en la siempre bien-pensante doxografía que nos brinda la libertad de prensa de nuestros sacrosantos regímenes democráticos, todo aquél pobre desgraciado que acometa la osadía de blasfemar en contra de la voluntad divina; porque, así como reza aquél viejo adagio democrático y democratizante: Vox populi, vox Dei.

La democracia como mitología política

De esta suerte es el gran mito sobre el que se sostiene la religión democrática, que como apunta Miguel Ayuso:

«[…] convertida en sola fuente de legitimidad, ins­tancia última desde la que se declara lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, torre de marfil dogmática desde la que se pontifica y anatematiza»

(Ayuso, 1983)

Una religión que, continúa Ayuso: «entrega a la ley del número toda la regulación de la vida humana»; lo que viene a ser el denostado «abuso de la estadística» que de forma frecuente y con especial inquina denunciaba Borges.

En consecuencia, queremos decir junto a Trevijano que el mito no ha desaparecido, sino que ha mutado y cambiado en sus formas y métodos de operación, pero que sigue subsistiendo ahí, en las sociedades humanas, con toda su potencia generadora de cohesión social y consenso. De manera que, de manos de la democracia no hemos realizado el -irónicamente mítico- tránsito del mythos al logos, como pretendía entrever Maritain; antes bien, esta misma transición es, en sí misma —hablando en este contexto—, un mito. Un mito que, siendo como es mythos, nunca ha transitado, sino que ha hecho una mímesis de la razón.

El fervor religioso con el que defendemos nuestros mitologemas permanece perenne en la propia condición humana; con la diferencia de que, modernamente, esa violencia mimética no se encuentra regulada por el maleus maleficarum de la figura de un gran inquisidor, sino que campa a sus anchas en las hogueras furiosas de los linchamientos colectivos de las social networks, o en el suprematismo moral de las plumas bien pensantes, complacientes y, como no, democráticas de las columnas de prensa.

La convicción democrática

La escolástica no le tenía miedo a la aletheia; pues para estos, una verdadera fe -razonaban- no podía tener miedo al uso de la razón puesto que, si Dios existe, la razón solo nos puede confirmar su existencia. El fiel compromiso teológico no podía actuar contra el uso razón, llegando Santo Tomás de Aquino —considerado Doctor Angélico por la misma Iglesia Católica— a regalarnos en el tercer artículo de la segunda cuestión de la Summa dos argumentos en contra de la existencia de Dios.

Naturalmente, Aquino no era ateo, y exponía argumentos en contra de la existencia de Dios para después demolerlos mediante la razón; pero lo que destaca aquí es la fiel convicción de la verdad que no temer a la noble acción del desvelamiento, hasta el extremo de exponer y sustentar honestamente tesis contrarias para poder confirmar y dar sustento a las propias.

Por cuanto hasta a los santos católicos no han temido en poner en cuestión la existencia misma de Dios para poder confirmarlo, habría que preguntarse sobre la convicción en la verdad de un demócrata que desprecia la simple puesta en cuestión de la democracia, aunque sea para defenderla. Y es que una verdadera convicción democrática no duda en demoler los mitos que sostienen la religión de la democracia; y aprende a apreciar, argumentar y defenderla desde la razón y aduciendo a las virtudes que presenta como tecnología política por los frutos que puede brindar para el florecimiento de su res pvblica.

El no-fundamentalismo

No pretende este artículo presentar una falsa contradicción entre República y democracia; cuando la primera aún puede funcionar perfectamente sin la segunda, es obvio que hablamos de entidades que actúan en diferentes categorías de la ciencia política: forma de Estado la una, forma de Gobierno la otra. Ni tampoco presentarme como un acérrimo enemigo de la democracia -lo que tampoco equivale a ser amigo del autoritarismo; la República puede funcionar perfectamente con libertad política sin democracia-; antes bien, es la exigencia de una defensa razonada del gobierno democrático.

Nadie puede dudar de la vocación democrática de esa mente maestra del realismo político que fue el Libertador, cuando se refiere a sí mismo como un «humilde siervo de los siervos del pueblo», y que mira con celo las «miras usurpatrices» de traspasar las funciones de los representantes (Bolívar, 1984).

El mismo Bolívar que actúa como siendo el verdadero César Democrático -Vallenilla Lanz escribe pensando en Bolívar, no en Gómez- al, literalmente «transmitir a los representantes del pueblo el Poder Supremo que se me había confiado» (Bolívar, 2020) en el Congreso de Angostura.

En este mismo congreso es cuando Bolívar nos regala esa preciosa frase, tan conocida por todos, como mal entendida:

«La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. […] nuestros ciudadanos deben temer con sobrada justicia que el mismo magistrado, que los ha mandado mucho tiempo, los mande perpetuamente»

(Bolívar, 2020)

Y es que el justo celo al que se refiere Bolívar no es para proteger la democracia, sino la libertad republicana; esto es, que lo que hay que proteger es la República que contiene a la democracia. No porque se desprecie la democracia, sino porque solo puede haber una verdadera democracia en el seno de una República.

Democracia y República operativa

Las ideas en torno a una «dictadura de la mayoría» no son tan modernas como piensan sus autores, esto no se trata más que de la vieja oclocratía que ya aparecen en Aristóteles y Polibio como una forma destructora y corruptora de la Polis o la República, respectivamente. Y esto es resultado de la misma degeneración del discurso político que ya denunciábamos al principio, y que lleva a sustantivar a la Democracia como la suma de todos lo bueno.

Última frase la anterior, que confirma la teologización que se hace de la democracia, que como suma de todo lo bueno en la política, remeda y mimetiza el Deus summum bonum est de los escolásticos. Lo que justifica, por supuesto, la persecución de los herejes no-democráticos, pero con el denuedo del linchamiento colectivo protestante, y no con la mesurada judicialización de la intolerancia religiosa de los católicos españoles.

En consecuencia, mal podría hablarse de que en Venezuela existen «fallas en la democracia» toda vez que la dictadura no reconoce la autoridad -mejor dicho, potestas– del legislativo, puesto que existe, de hecho, una democracia procedimental en la concurrencia de elecciones legislativas; y los diputados se sientan en el hemiciclo según el conteo de los votos universales, directos y secretos.

Lo que resulta lesionado, entonces, no es la democracia como forma de gobierno, sino la República como forma de Estado. Es la forma republicana la que resulta dañada cuando no se respeta la autoridad de los representantes, quienes están llamados a sancionar la más alta instancia de la voluntad del Estado por medio de la Ley; a saber, que no existe una democracia realmente efectiva porque no operan, como debiesen operar, las instituciones republicanas.

Eso es República, no democracia

La relación República-democracia, es de continente-contenido, como enuncia García-Trevijano. La República es ese continente de libertad política que hace posible a la democracia. La democracia, así, jamás puede desbordar el continente republicano, sino que debe estar, valga la redundancia, contenido por esta.

Democracia se nos presenta como tecnología política: forma de elección de los gobernantes, del poder ejecutivo nacional, estadal y municipal; y de los representantes en las diferentes escalas del poder legislativo, en la asamblea nacional y los consejos legislativos. Se nos presenta también como método de toma de decisiones en su forma plebiscitaria: revocación, aprobación y derogación mediante votación universal.

El excelente maestro Asdrúbal Aguiar, se deja llevar por los melismas democráticos cuando escribe que debemos aspirar a una ciudadanía democrática (Aguiar, 2013). Pero no podemos, ontológicamente hablando, ser ciudadanos del ejercicio del poder político, porque a la democracia la ejercemos le damos entidad, no somos contenidos de ella; no poder ser y hacer una cosa y al mismo tiempo.

Del mismo tenor, el maestro define democracia como «derechos humanos y Estado de Derecho a la vez». Por una parte, la República es, por excelencia romana, el Estado del Derecho; por el otro, los derechos humanos son un elemento sustantivo atribuible al derecho: caben en la misma frase; porque Estado de Derecho es lo abstracto, los derechos humanos las garantías concretas en que se basa al derecho que funda al Estado. En todo caso, esta definición es una tautología que sirve para definir República, no democracia.

La democracia, como tecnología política y como método de decisión de las mayorías se hace efectiva en la seguridad jurídica y el entorno institucional republicano. No es fundamento, sino forma, no es continente sino contenido. Un contenido que abona el suelo patrio; la democracia es el abono que hace florecer la República.

Conclusión

Contra el dogmatismo democrático

La República puede correr peligro frente al fundamentalismo democrático que da a la votación popular un carácter soberano; o hasta miras teológicas cuando se dice vox populi, vox dei y se le convierte en el nuevo becerro de oro. Porque cuando se dice que la voz del pueblo es la voz de Dios, nos encontramos ante un verdadero dogma de la mayoría; un dogmatismo democrático que justifica la persecución y caza de brujas frente a todo lo que no esté acorde a la teologizada voz mayoritaria. Los ya expuestos epítetos frente a los defensores de otras formas de gobierno, que son indistinguibles a las acusaciones inquisitoriales, son una prístina sintomatología de este problema.

En este particular, es que cabría hablar de una contradicción entre la democracia y la República, a saber; mal podríamos admitir que en nombre de la voluntad de la mayoría pueda permitirse la permanencia perpetua de un mismo hombre en el poder, porque esto pone en peligro la República. Y es que, aunque la Carta Democrática Interamericana establezca la perpetuidad del poder como incompatible con la democracia, lo cierto es que esta es una limitación republicana a la regla de la mayoría: la democracia.

Finalmente, así como no temió el maestro García-Trevijano afirmar que sólo un auténtico demócrata puede aceptar «que nunca ha existido, ni podrá existir, soberanía del pueblo», un verdadero republicano debe admitir que la República es superior e irreductible a la democracia, a la que en todo caso contiene; y que esta debe estar al servicio de la misma.

Y que, en consecuencia, bien podría renunciarse a la democracia si así lo precisa el bienestar del régimen republicano; pues como reza el antiguo proverbio latino: aut concilio aut ense; por la razón, o por la razón de la fuerza, ha de florecer la República.

Bibliografía
Aguiar, A. (2013). La refundación de la Venezuela Civil. Caracas: Observatorio Iberoamericano de la Democracia.
Ayuso, M. (1983). El totalitarismo democrático. Verbo, 1165-1198.
Bolívar, S. J. (1984). Simón Bolívar: Obras Completas. En S. J. Bolivar Palacios Ponte y Blanco, & L. Editores (Ed.), Carta al Coronel Mariano Montilla de 1820 (Vol. I 2a. Parte, pág. 477). Barcelona, España.
Bolívar, S. J. (25 de Febrero de 2020). Discurso de Simón Bolívar ante el Congreso de Angostura, 1042965. (Wikisource, La Biblioteca Libre) Recuperado el 8 de Abril de 2020, de Wikisource: https://es.wikisource.org/w/index.php?title=Discurso_de_Sim%C3%B3n_Bol%C3%ADvar_ante_el_Congreso_de_Angostura&oldid=1042965
García-Trevijano, A. (2010). Teoría Pura de la República.
Girard, R. (2005). La Violencia y lo Sagrado. (J. Jordá, Trad.) Barcelona, España: Anagrama.
Maritain, J. (1952). El Hombre y el Estado. (M. Guerrea, Trad.) Buenos Aires, Argentina: Guillermo Kraft.
Schmitt, C. (2009). El concepto de lo Político. Madrid: Alianza Editorial.
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