La ramera del pueblo

El 14 de julio de 1789 el pueblo francés se levanta en armas contra la tiranía de la monarquía abs…

¿Eh? No,no… Paren! paren las rotativas!

¿No están hartos de la historia oficial? ¿no les harta oír siempre el mismo relato?¡Hace dos siglos que están adoctrinando a nuestros hijos con esto!¿Hasta cuándo vamos a tragarnos toda esta basura?

Honorables damas y caballeros, hoy tengo el agrado de hacerles llegar el primero (y espero que no sea el último) de mis trabajos temáticos que les vengo prometiendo desde hace un tiempo. Y el asunto que hoy expondré será, como ya se imaginarán, en el marco del acontecimiento que se celebró ayer al menos en Francia, donde es su fecha patria más importante. Para quienes solemos ignorar los parámetros que nos marca la historia oficial, es tristísimo que esto sea motivo de celebración, pero bueno, prosigamos…

Como muchos de ustedes sabrán, ayer se cumplieron 231 años del día en que la cristiandad occidental decidió volarse la tapa de los sesos. O como dice la historia oficial, ayer se cumplieron 231 años de la toma de La Bastilla; suceso que desencadenaría a posteridad una escalada revolucionaria en la Francia del siglo XVIII.

La Revolución Francesa sin duda fue un terremoto que sacudió a toda Europa y por extensión, al mundo entero. Y esto no fue sólo por el cambio de paradigma que ésta significó, sino también por la inimaginable escalada de violencia e inestabilidad política experimentadas posteriormente no sólo en Francia,sino también en otras regiones del mundo incluso más lejanas; algo que en la historia oficial es omitido sistemáticamente en favor de todo ese sentimentalismo barato que enarbola a la libertad y a la democracia como los grandes baluartes de nuestra civilización. Pretendiendo así, darle una connotación lo suficientemente romantizada como para que todos los horrores que fueron perpetrados en nombre de la libertad y la democracia queden enterrados en el olvido.

Pero no, hoy no me voy a enfocar particularmente en la Revolución Francesa. Ciertamente la tomaré como ejemplo para explicar ciertas cosas, pero no quiero escribir algo que sólo pueda ser leído el día de hoy. Quiero escribir algo que quede grabado a fuego. Que pueda ser leído en cualquier momento. Por eso voy a referirme a las revoluciones en todo su sentido, a qué responden realmente; a la verdadera naturaleza revolucionaria.

Sin más preámbulos, abordaré este asunto partiendo de una verdad que es irrebatible por donde se la mire: ninguna revolución nace de la voluntad espontánea del pueblo, del populacho, de la gente de a pie; de gente común y corriente como ustedes y quien escribe.

Ningún cambio de paradigma nace espontáneamente, empecemos por ahí. Todo cambio de paradigma responde a los intereses de alguien y siempre es consecuencia de algo, no surge de la nada. La pregunta es, de dónde surge o de qué es consecuencia.

No es fácil hacer una revolución. No. Se necesitan armas, dinero, organización, e influencia en la sociedad. Entonces, si seguimos tomando como ejemplo a la Revolución Francesa, ¿Donde está el “pueblo” que se sublevó? ¿Los campesinos? ¿los artesanos? ¿carpinteros? Hablamos de personas que apenas tenían habilidad para manejar sus herramientas de trabajo. No tenían ni las armas, ni el dinero, ni la organización, ni la influencia suficientes como para rebelarse contra un régimen. De plano no conformaban una clase social lo suficientemente dominante en la sociedad como para materializar algún cambio significativo, por más que fueran la amplia mayoría de la población de Francia.

Entonces, ¿cuál era la clase social dominante en la Francia del siglo XVIII? Pues era la burguesía, claro, la élite, los “nariz parada”.

Los siglos XVII y XVIII vieron florecer en Europa una burguesía intelectual que ya gozaba de un estatus social superior. Se codeaba con la nobleza, y las riquezas y el poder se concentraban cada vez más en ella. Quizás al principio no tenían muchas armas, pero sí tenían recursos para abastecerse, además de la organización y las influencias suficientes como para parasitar el aparato estatal y pudrir al Estado desde sus entrañas.

Entonces, aclarado esto, todas las revoluciones siguen una lógica, no hay ningún “orden espontáneo” ni nada similar. Todas responden a los intereses de una clase social dominante en la sociedad, que cuanto más poder tienen, más poder quieren; y particularmente en la Revolución Francesa, fue una rebelión de burgueses cebados con ideas ilustradas que se hartaron de que la monarquía les pusiera los puntos, no hay otra explicación. Por lo tanto, buscaron acomodar a la sociedad en función sus intereses personales, no a los del pueblo, esa es una vil mentira. Sólo esperaron el momento oportuno, un polvorín que sirviera de motivación para captar la mayor atención posible y hacer más fácil esa aspiración a la legitimidad de dicha causa.

Y este patrón se mimetiza incluso hasta en las revoluciones bolcheviques, que también, nacieron en la burguesía liberal, por muy mal que esto le pese al liberalismo. Todos los levantamientos revolucionarios modernos fueron concebidos en la burguesía, y esto no es ninguna casualidad, de hecho responde a una lógica. Ninguna de ellas nació de la voluntad del pueblo, ni fueron ideadas pensando en el bien común. A decir verdad, la burguesía siempre ve con desprecio al pueblo, al “populacho inmundo” dijera Voltaire, y si alguien del populacho salió beneficiado, fue por pura coincidencia.

El único rol que cumple el pueblo en las rebeliones es el de ser carne de cañón, y volviendo a la Francia revolucionaria, el pueblo francés fue el que menos apoyó esa sublevación. Y lo pagó muy caro, por cierto: miles y miles de guillotinamientos y fusilamientos arbitrarios sin ningún juicio previo, entre otros vejámenes. Hombres, mujeres, niños, monjes y sacerdotes católicos… Las armas del jacobinismo masón no tuvieron escrúpulo a la hora de defender a la diosa razón, esa prostituta a la que los republicanos postraron en el trono de Francia, y aunque ciertamente fue una ramera, no es la ramera a la que estoy refiriéndome en estas líneas, sino al pueblo; a esa abstracción sintética no refiere a nada en específico.

El pueblo, tal como lo sugiere la impersonalidad de la expresión, es la gran ramera de la historia. Ha sido prostituido a diestra y siniestra para crear esa falsa noción de homogeneidad y omitir bajo una leyenda rosita hasta las más deleznables atrocidades que ha perpetrado el ser humano en nombre de la libertad, de la justicia, de la igualdad, y de todos esos valores republicanos que los occidentales hoy ensalzamos con tanto orgullo. El comunismo también se cimentó sobre esos mismos valores republicanos, y ya todos vimos en qué terminó.

Cuántas veces habremos oído que el pueblo de tal lugar se levantó en armas contra tal régimen opresor… ¡Vaya forma de edulcorar la historia, por Dios! La rebeldía contra el orden natural sólo es propia de unos pocos agitadores y revoltosos, inadaptados, pero lo suficientemente inteligentes e influyentes como para inmiscuirse en el pueblo y manipularlo a su favor.

Ellos no son el pueblo, de plano no tienen ni idea de la realidad que vive el pueblo. El pueblo somos nosotros, los que los mantenemos en el lugar en el que están. Los que salimos a luchar día a día, contra viento y marea. Ellos están ahí porque nosotros estamos aquí. Y lo que les mantiene donde están, es que nosotros sigamos estando donde estamos. Su causa nunca es por nosotros, sino por ellos.

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