Protestas en Perú. Foto: Telam.

La república caduca y el porvenir hispanoamericano

El Perú no solo recibe los golpes de la crisis sanitaria y económica mundial como el resto de países, los sufre intensificados por la incompetencia de su clase dirigente -distraídos en disputas domésticas mediocres- y la displicencia de sus ciudadanos, ensimismados por la propaganda y el desgano.

La república peruana muestra ya indicios de caducidad, aunque su fecha de vencimiento todavía es incierta. Nacida de una independencia prematura de la monarquía española, ha parido una letanía de caudillos megalómanos, bufones e ineptos en comparsa con una muchedumbre cómplice y mezquina.

¿El Perú ha llegado a la orilla del abismo para declararlo un Estado fallido? Hay muchas razones para pensar que está camino a serlo muy pronto, a menos que la pandemia haya acelerado el proceso. Los más de 90 mil muertos por coronavirus (según Sinadef) y millones de desempleados son una clara señal.

Los republicanos bananeros han demostrado ser incapaces de hacer cumplir la ley frente al crimen organizado -muchas veces son sus socios-, el narcoterrorismo y la depredación de los recursos naturales. Agreguémosle su incompetencia para suministrar servicios básicos a la población -falta de oxígeno medicinal, camas UCI, pruebas moleculares y vacunas en plena segunda ola- y la incesante crisis política y de representación que ha socavado la legitimidad de las autoridades: la vacunación clandestina de altos funcionarios del Estado, incluidos aquellos con inexplicable popularidad entre los medios y las masas, solo para mencionar un hecho reciente y nauseabundo.

Y en esto son cómplices los votantes al formar un binomio cancerígeno con los políticos: escogen corruptos e ineptos por emociones pueriles para luego exigir su expulsión -mientras más violenta mejor- para, en una elección siguiente, llevarlos al poder nuevamente.

Algunos, inocentemente, se refugiarán en un candidato que dice ser de derecha y promete restaurar el orden y encaminar el país al progreso. La izquierda no necesita mayor presentación para saber de primera mano que solo trae consigo miseria y represión, pero pensar que la “derecha” es la salvación para un mal enraizado en el origen mismo de la república bananera, no solo es ingenuidad, es estupidez.

Desde que los tradicionalistas y conservadores peruanos perdieron a sus mejores cuadros y no pudieron renovar generacionalmente a sus referentes, los liberales y progresistas se esfuerzan por imponer a través de los medios y las aulas una “derecha” a su medida, una que ceda a los chantajes y caprichos de la ideología más sectaria y enajenada del siglo XXI. Quieren una derecha que les sea cómplice, una derecha para los progres.

Quieren una derecha esencialmente economicista -que no ponga en riesgo el sistema que les llena los bolsillos- que les deje mantener su hegemonía en la educación, la cultura y la política: la captura de las universidades, la academia y el Estado. Una derecha que no calcule el peso e impacto de las ideas en nuestras formas de vida. Una derecha, que, aun habiendo ganado elecciones generales, penda de los hilos de la izquierda.

Occidente está suicidándose por las guerras culturales entre las facciones más imprudentes y fanáticas, no solo desgastando así la delicada convivencia social, también poniendo en jaque los valores que sostienen en muchos casos el orden mundial surgido tras el fin del Antiguo Régimen, afianzado con el posterior “triunfo” del liberalismo frente al fascismo en 1945 y al marxismo encarnado en la extinta Unión Soviética.

En el Perú, el reflejo de esta crisis no se reduce a la decadencia del pacto político surgido de la Constitución del 93 -y que ha sido petardeado por el expresidente Martín Vizcarra y sus secuaces del Partido Morado y la izquierda vinculada al Grupo de Puebla-, sino al proyecto de los firmantes de la declaración de independencia de 1821.

La república peruana, (de) formada y mantenida por las élites criollas y sus acólitos, no ha conseguido incluir ni reivindicar a cientos de miles de peruanos del interior del país y de las zonas urbano-marginales, creando así múltiples realidades, demandas y frustraciones, donde los ciudadanos de a pie desconfían de las instituciones públicas, se sirven de ellas -parasitándolas-, o quieren prenderles fuego. Los podridos, los congelados y los incendiados de los que hablaba Basadre, historiador peruano, optimista por ratos, casi siempre pesimista.

La fecha de vencimiento de la república bananera del Perú, como mencioné al inicio de este artículo, aun es incierta, pero resulta bastante curioso como la historia, si bien no se repite, rima un tanto como hace doscientos años, cuando las logias, comerciantes y usureros crearon un escenario de incertidumbre, la suficiente como para que las huestes de San Martín y Bolívar entraran a tropel en nombre de la libertad y demás sandeces. Dos siglos más tarde, y aunque el centenario se celebró con algo de entusiasmo, la brecha generacional entre julio de 1821 y nuestra época, provoca una percepción sobre estos hechos como algo ajeno.

Los “elementos integradores” del Perú, como los llama el doctor Víctor Samuel Rivera, familia, cultura, religión, arquitectura, han desaparecido. La comprensión empática del pasado, que en otras latitudes funge como política de estado y es un esfuerzo para que, a lo largo del tiempo, se mantengan intactos los factores de integración intergeneracional, no es más que discurso vetusto. Ahí que una generación de vagos y potenciales terroristas como la del “bicentenario”, no solo quieran prenderle fuego al parlamento, con más ferocidad a las iglesias.

Muchos años de “prosperidad”, como nos quieren vender los adoradores del dinero, solo ha traído consigo molicie para los beneficiados y desesperación para quienes solo pudieron ver la riqueza a través de una vitrina. La clase media peruana, aunque creció en treinta años de modelo neoliberal, nunca tuvo hábito de ahorro, y confiados en los números de sus líneas de crédito, parieron hijos que serían adoctrinados en universidades privadas y públicas para ir justamente en contra de lo que tanto le había costado a sus padres y abuelos -muchos de ellos sin estudios universitarios- construir.

El escenario para una resistencia en este siglo es todavía más desolador. Los hispanoamericanos que cerraron filas en defensa de la fe y sus tradiciones por lo menos contaron en su momento con el dinero de los cabildos y la iglesia. Otros pusieron a disposición sus fortunas personales o sus manos para empuñar el sable y fusil. Hoy sus descendientes luchan por no morir de hambre o del virus. Muchos huyen para no verse atrapados en el fuego cruzado de las bandas criminales, marginales que podrían empezar una guerra sanguinaria y llevarla a un enfrentamiento internacional sin que sus gobiernos participen.

La pandemia ha cambiado al mundo, una nueva super potencia se alzará posiblemente la próxima década, los viejos leones y águilas del Occidente posguerra dan manotazos de ahogado, pero aun tienen las garras y dientes afilados como para matar.

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