El error de dejarle al mal echar raíces

Se me viene a la mente una frase que leí en un semanario limeño que dedica una sección a la fatídica guerra entre el Perú, Bolivia y Chile. “Un pueblo que no sabe vencer podrá ser heroico, pero nunca guerrero, porque para ser guerrero hay que saber vencer”. La expresión es atribuida al historiador y periodista peruano Jaime Yrigoyen von der Heyde, dicha durante una conferencia que dio ante los oficiales de las Fuerzas Armadas -muy asiduas a celebrar héroes desdichados- sobre la guerra que perdimos en 1879, los mártires que se inmolaron, la identidad nacional que pende de la derrota y la revancha, las oportunidades perdidas que nos costaron la victoria.

Luego que las guerras separatistas finalizaran y las republiquetas hispanoamericanas hicieran festín del cadáver de la monarquía católica, el siglo XIX no fue sino un desglose de matanzas, limpieza étnica, persecución religiosa y carroña voraz de caudillos militares, cabilderos, banqueros y gamonales.

El Perú, de los últimos países de la región en ceder al monstruo revolucionario, tuvo mucho que perder, no solo su jerarquía como el virreinato más antiguo y blasonado -atributos más bien cosméticos-, sino como fuente del poder real que emanaba Lima respecto a las otras ciudades del continente. No es gratuito que uno de los mapas más famosos de la América Meridional, hecho por el cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla durante el reinado de Carlos III de España, tenga las armas de la Ciudad de los Reyes por encima de las demás capitales sudamericanas.

Los separatistas – “patriotas” para la historia oficial- reconciliados con la herencia de sus padres tras sufrir en carne propia los excesos de la revolución que desataron, poco pudieron hacer por revertir lo que habían provocado cuando previamente, en un éxtasis libertario, socavaron casi tres siglos de civilización a cambio de “guerra a muerte”. Y es que una vez echada andar la maquinaria revolucionaria es muy difícil contener la vorágine de violencia y miseria que trae consigo. Una vez que le dejas al mal echar raíces, solo un incendio, más costoso y triste que el anterior, puede acabar con la cizaña.

La guerra de 1879 se llevó a los mejores peruanos que teníamos -acribillados y despedazados en buques y reductos-, y de paso a una incipiente clase media que vio incinerado su patrimonio y esperanzas. Como en 1821, ante el paso apresurado de la soldadesca, miles huyeron del país que les había acogido, una escena que se repetiría una y otra vez en la historia peruana cada vez que la desgracia se presenta como un elefante en una cristalería. El mal, una vez que echa raíces, se resiste a ser desalojado. Los franceses levantaron la basílica de Sacré-Coeur en Montmartre como penitencia por los crímenes de la revolución y ni siquiera eso les ha traído paz.

Cuando el terrorismo maoísta de Sendero Luminoso golpeó al país en los años 80 del siglo XX, el presidente de entonces los redujo a simples abigeos, llamando a la calma a la población desconcertada por la novedad de este nuevo grupo subversivo. El mal fue ignorado, como quien no reconoce que un cáncer lo ha invadido y se niega así mismo que lo tiene. Pronto, a los perros callejeros colgados de postes de luz, le siguieron los coches bombas y asesinatos selectivos. Solo los apagones y el olor a dinamita revelaron que una larga noche de terror se había asentado en el Perú y que no se disiparía fácilmente. El mal, cuando es ignorado, no hace otra cosa sino campear a su antojo.

Tomó dos décadas derrotar la insania comunista de Sendero Luminoso y el MRTA. La fuerza militar, la inteligencia policial, el sostén espiritual de la Iglesia y la resiliencia del pueblo peruano vencieron el terror subversivo a un alto costo: más de setenta mil muertos. Pero los intelectuales filo izquierdistas y sus operadores políticos traicionaron el sacrificio de los soldados y civiles con el cuento de la verdad y reconciliación. Docenas de terroristas terminaron abandonando las cárceles de las que jamás debieron salir, sumándose a los movimientos fachada de activistas que exigen amnistía para los que le negaron la paz al Perú.

Las fuerzas armadas, blanco de una campaña de desprestigio y persecución judicial por parte de ciertas oenegés de izquierda que les culpan de los excesos y crímenes que algunos comandos tuvieron con la población, han terminado maniatadas y enmudecidas. La derecha, ensimismada con los índices macroeconómicos y confiada de la derrota militar del terrorismo marxista, abandonó las ideas y se convirtió en defensora del chorreo neoliberal. Y así, la izquierda tomó de nuevo universidades y centros de pensamiento, construyó la narrativa de odio y polarización que hoy vomita la prensa y las redes sociales. El mal, subestimado, nunca dejó de tejer su venganza.

Ahora, esa farsa a la que llamamos democracia se ve amenazada por los excesos de la revolución que la parió. No se pudo domar la revolución porque esta no es un perro, es una hiena, y aun hastiada y con las fauces ensangrentadas, siempre estará angurrienta por más víctimas. Pedro Castillo, mejor dicho, Vladimir Cerrón, el esbirro chavista que lidera Perú Libre, esa amenaza marxista-leninista-maoísta que nos promete un país más igualitario a costa de volvernos a todos igualmente miserables, es el nuevo mal al que no debemos permitir echar raíz para que crezca a costa del sacrificio de los héroes que murieron por pacificar este país de la guerra que nos declaró el terrorismo comunista.

Pero no perdamos la vista solo en ellos. Aunque con ascos, se ha aliado con la izquierda globalista, los progres que pastorea la inefable Verónika Mendoza, la abanderada de la ideología de género, el aborto y el feminismo radical. Muchos jóvenes le siguen entusiasmados por su discurso bienintencionado a favor de las minorías sexuales, y es que el mal se camufla entre las buenas intenciones de los ingenuos, se disfraza de empatía, libertad y toda esa palabrería para engatusar adolescentes.

En la trinchera de al frente, Keiko Fujimori; una vez más, el mal menor, pero de todas maneras el mal. El mal nos acecha, el mal nos moldea, el mal nos invita a tomarle de la mano. Y nuestro error fue permitirle echar raíz en el Perú cuando debimos arrancarlo e incinerarlo, no jugar torpemente a ser condescendientes, a ser “empáticos” con él. No es que el resto de países les sea ajeno convivir con el mal, es más, en muchos de estos lugares es magistrado, catedrático, sacerdote y policía, pero es que en el Perú se le ha subestimado de forma tan cómplice que se le trata como a un vecino, se le invita a comer a la mesa, a ser parte de la familia. No se le identifica, no se le marca como enemigo. Si algo nos falta en el Perú es aprender a reconocer a nuestro enemigo, y, con causa justa, hacerle la guerra y derrotarlo. No basta solo enfrentarle hasta llegar a una tregua, sino rendirlo sin cuartel. Nos hace falta aprender a vencer.

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