Foto: ANDINA/Vidal Tarqui.

Un voto para desalojar a los progres

La última vez que fui a votar fue en 2016, en primera vuelta por Acción Popular y en segunda por PPK. No me siento orgulloso del resultado tras cinco años de vaivenes y desgracias, por supuesto, pero tampoco puedo hacerme el desentendido y no asumir mi responsabilidad como votante y ciudadano de esta republiqueta fangosa.

Como muchos de mi generación, crecí desconfiando del clan Fujimori, sus acólitos y cualquiera de sus plataformas políticas, ya sea Cambio 90, Fuerza 2011 o Fuerza Popular (FP). Nunca caí en el enfermizo odio de la izquierda y los sectores progresistas hacia el fujimorismo, pero tampoco perdí mi tiempo defendiéndolo o creyendo que, por el “milagro económico” y la lucha contra el terrorismo, Alberto Fujimori debía ser elevado a los altares. El fujimorismo, en especial el de Keiko Fujimori, no solo ha sido torpe y avaro, ha sido antipatriota, y es lo peor que le pudo pasar a la derecha peruana en el siglo XX y XXI.

La historia recordará que el origen de la crisis política que arrastramos desde que las dos derechas, la populista/conservadora de FP contra la derecha liberal/progresista de PPK, se enfrentaran desde las trincheras del Legislativo y el Ejecutivo, respectivamente, fueron por el resentimiento de Keiko Fujimori, furiosa por no haber ganado las elecciones y dispuesta a utilizar su enorme bancada en el Congreso para arrinconar a Kuczynski, cegándose de tal forma que no pudo advertir el peligro de figuras tóxicas como Daniel Salaverry -en su propio partido- y Martín Vizcarra, el lagarto traidor y mitómano que llegó a ser presidente y está a punto de ser inhabilitado políticamente por haberse vacunado clandestinamente en medio de la pandemia.

Por la guerra de Keiko, tuvimos a Vizcarra y ahora a Sagasti y su cofradía progre del Partido Morado y oenegés promotoras de agendas globalistas que dan la espalda a las urgencias de los peruanos y malgastan el tesoro público. El Perú tiene que salir de una vez por todas del yugo progre, del contubernio socioliberal empoderado por Ollanta Humala en 2011 y que se ha alimentado del presupuesto nacional la última década.

Si la derecha que se autodenomina como conservadora o se percibe como tal -con todas sus letras y sin complejos políticos-quiere ser gobierno y no depender de una alianza o tregua endeble con la izquierda y los liberprogres, debe superar al fujimorismo. Ser de derecha en el Perú no puede traducirse, nunca más, a ser fujimorista.

Sigo creyendo firmemente que la izquierda -en especial la chavista, que es la que abunda en Iberoamérica- es un peligro para cualquier proyecto civilizatorio, que sus cómplices los liberprogres son un lastre y que la derecha liberal no ha hecho más que ensimismarse en sus índices económicos y ceder terreno en la cultura y la educación a sus adversarios por ser una salida fácil en lugar de proponer una agenda propia -que la hay- para contrarrestar la revolución.

Y es por esto último es que tampoco me dejo seducir por los economistas octogenarios que coquetean con los niñatos privilegiados y los plutócratas para continuar con el statu quo mientras millones de peruanos son seducidos por los populistas de izquierda que les prometen cambio, sanciones a los corruptos y una falsa esperanza de un país mejor, cuando ningún país puede llegar a serlo teniendo a los rojos como gobernantes.

He defendido en mi espacio en Mundo Republiqueto la candidatura de Rafael López Aliaga de Renovación Popular, quien es posiblemente el único que podría hacerle frente a esta alianza venenosa de tecnócratas liberales y agitadores sociales comunistas, no porque sea un estadista brillante, sino por su voluntad combativa y desprecio visceral a estos parásitos.

A diferencia de sus contendores del mismo espectro, López Aliaga es el único que entiende -más o menos- que el pacto político en el Perú está caducado, que el contubernio socioliberal es el cáncer que agobia al Perú y debe ser extirpado como única solución para desbaratar la enmarañada red de corrupción de burócratas, consultores, catedráticos, periodistas y oenegés que han saqueado al país y robado la esperanza y dignidad a millones de peruanos.

Si cometemos el error de confiarle una vez más el destino del Perú a los tecnócratas liberales, terminarán cediendo una vez más a la izquierda, confiando en que, haciendo concesiones a favor del aborto, el matrimonio gay, la identidad de género o la eutanasia, frenarán las ambiciones de la izquierda y mantendrán seguros los pilares de su república y modelo económico. Grave error. La izquierda progresista ansía tomar el poder para engullir presupuestos, pero la izquierda que bordea la legalidad, encarnada en un maestro y sindicalista provinciano que está coqueteándole a las masas enardecidas, es todavía más peligroso.

Tomé la decisión de votar este 11 de abril por López Aliaga como un acto de supervivencia frente a la insania de la izquierda y la pusilanimidad de los liberales y centristas. Un voto al margen de si me cae simpático o no, pues todavía guardo reservas con algunas de sus actitudes más polémicas y de ciertos personajes que le rodean, pero creo no equivocarme al preferirlo como presidente antes que Fujimori, De Soto o Beingolea.

Urge votar por un candidato que desaloje a los progresistas del Estado peruano, maniatado y desangrado por la estupidez y voracidad de esta dictadura de lo políticamente correcto, que no ha dado sino señales de tiranía, represión y chantaje.

Urge un presidente que consiga recuperar nuestra economía garantizando la alimentación a los más pobres, contener y combatir la pandemia, reconstruir nuestras instituciones, pervertidas por la mafia socioliberal de los últimos diez años, y erradicar hasta el último progre camuflado dentro del aparato público. El resto vendrá por añadidura.

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